domingo, 21 de noviembre de 2010

Gato en la ventana —segunda réplica a Le Carré—

Parecía dormido, y yo escribía. El cuarto estaba cada vez más helado; el invierno se colaba fácilmente por las rendijas. De cuando en cuando hacía un alto y lo miraba: parecía dormido, pero no lo estaba. Pasó horas contemplando a la niña muerta mientras yo luchaba con mis ansias de saborear el tierno cuerpo tendido bajo sus felinas patas de garras curvas y afiladas.

La vi por primera vez cercana a la casa, jugaba desprevenida, sin saber que la observábamos lamiéndonos los labios, vibrantes de placer a cada movimiento de sus piernas gruesas trepando los árboles. En el sueño de cada tarde, durante meses, fueron apareciendo las claves para nuestro encuentro, todo estaba pensado con premeditación y alevosía; solamente tenía que esperar. Sería un acto de cacería único; nuestras habilidades dispuestas en busca de la misma presa.
Esa noche se oía estridente el papel atascado y arrancado del rodillo de la máquina de escribir de cuando en cuando. Se sumaba el resoplido profundo y lento que salía de su diminuta nariz, como si saboreara también el aire helado. Pudo el crimen ser perfecto si el cuerpo, ese cuerpo rebosante, no le hubiese sido tan apetecible.
Sabía que no fue él sino yo quien lo había hecho. Él era mi único testigo. Debía mantenerlo controlado, intrigado hasta el último minuto del invierno en el que ambos pudiéramos salir y buscar cada uno su camino.
El fracaso fue de ambos.
Si me mataba pondría punto final a todo, saciaría su ego, sus pasiones. Sé que matarme era un pensamiento recurrente, sé que lo meditada mientras caminaba en círculo rodeando el escritorio, pero no podía, a mí no podía matarme. Nuestra veneración mutua lo impedía. La cacería fue el pacto sagrado de ambos. Debíamos huir uno del otro pero jamás cargar con la culpa de nuestras muertes.
Hojas rasgadas y sin una letra caían al piso, pronto se hacían parte del rojo decorado de la habitación.
Solamente tenía que esperar y no lo hizo. Quiso sobreponer su razón a mi destreza y astucia, tal vez pensó que mi distancia era cobardía, y no el paso preciso para una buena actuación. Se detuvo demasiado tiempo a pensar en que yo atacaría primero para tomar ventaja. La codicia lo desvió del propósito, se adelantó y atacó con torpeza. La emoción por culminar la tarea acabó por procurar un derrame innecesario. Me toca ahora poner orden, apoderarme del cuerpo, protegerlo, lamerlo hasta limpiar cada gota mal habida, mientras él hace que escribe y yo hago que duermo.
El maldito gato debió quedarse parado en la ventana y jamás sentarse sobre el cojín del perro. 

 Vanessa Márquez

2 comentarios:

  1. un buen ejercicio de narración, buen tempo en la acción que vemos desarrollar, lo que falte será porque esta historia da la impresión de tener ( o buscar) un final abierto; lo mejor , seguimos en la linea de probar o cuestionar lo que Le Carrè afirmó

    ResponderEliminar