martes, 28 de diciembre de 2010

Tarde de hastío a dúo —a cuatro manos—

… ¿Ahí?, ¿qué van a pensar?
Un gesto extraño tal vez, no sé
En las calles el culto al mal gusto está de moda
¿Qué le pasa a ese hombre?
¿Qué hombre?
Aquél de allá
¿no ves que es deforme?
Nadie pidió flores
El café me hace doler la cabeza
Siempre te duele
Está frío y amargo
¿El café o tu piel?
No, tu piel siempre es helada como la mirada de aquella gallina colgando de un palo a pleno mediodía en el hombro de ese viejo
¿No te huele a crisantemos?, las flores que nunca pediste
Claro, las flores que nunca pedí
¡Cómo quisiera acompañarte!
Creí no debías hacerlo
Ves las gallinas, ves como languidecen con la sangre amontonada en la cabeza
Están en trance hacia la muerte
Huele a fritanga repugnante y provocativa
Me gusta más el sonido del hielo triturado, teñido de colores, el sabor de la leche
¿Cuál? ¿El sabor de la mía? 
No lo recuerdo, quizás sabe mejor la del deforme
¿Qué más ves?
Yo no veo, siempre nos están mirando con esa expresión de saber que los extraños somos nosotros
¿Y acaso no lo somos?
Tú y yo en una sola palabra: delirio
Se ríen, cansados del diálogo, ahora en silencio escuchan las voces
En el fondo vacío
de frente el vacío
entre ellos la niebla de la tarde.

Vanessa Márquez / Eric Urriola

martes, 23 de noviembre de 2010

Se escribe con c


Desde las paredes la insolación
saca su cuenta mientras con
su lengua
     madrugada
la platabanda cruje
un hombre desnudo espera mi abrazo
lleno de odio
            que lo expulse sin
                        dar vuelta a la llave
creo es fiebre de lo que padece

Me gusta mi cuerpo
            escrito con c de insolación
bajo techo con el ánimo no tan lluvioso

Muerde la campechana si se le
molesta sobre todo cuando se tienen
cuatro años
          se nos abre una brasa
                       diminuta
las ratas y los libros son del mismo bando

No hay que vaciarse
los temores
          esa vaina no es combustible
la caldera está encendida
¿lo notaron?
también se escribe con c de insolación
los testículos se sancochan
el hedor corre por los pasillos
               busca refugio en los labios
               y el aire se vuelve salitre de poros

Sobre los muebles de mimbre
se derriten los nombres de quienes nos visitan

Coordenadas del fuego
vereda siete sector uno número diecinueve
hay que hacerse un vestido con los pelos del perro

Una mañana es cóncava
                                 Los pies de la c hacia arriba
recibe con agrado lo que traemos
encorvado su lomo la c no recibe nada
quema eso sí     siempre quema
hogar del verano
abriéndome surcos en las yemas de los dedos
tantos años escarbando su costra
                          la casa


Eric Urriola
Para leer más de este autor: http://dosvecesr.blogspot.com/

domingo, 21 de noviembre de 2010

Gato en la ventana —segunda réplica a Le Carré—

Parecía dormido, y yo escribía. El cuarto estaba cada vez más helado; el invierno se colaba fácilmente por las rendijas. De cuando en cuando hacía un alto y lo miraba: parecía dormido, pero no lo estaba. Pasó horas contemplando a la niña muerta mientras yo luchaba con mis ansias de saborear el tierno cuerpo tendido bajo sus felinas patas de garras curvas y afiladas.

La vi por primera vez cercana a la casa, jugaba desprevenida, sin saber que la observábamos lamiéndonos los labios, vibrantes de placer a cada movimiento de sus piernas gruesas trepando los árboles. En el sueño de cada tarde, durante meses, fueron apareciendo las claves para nuestro encuentro, todo estaba pensado con premeditación y alevosía; solamente tenía que esperar. Sería un acto de cacería único; nuestras habilidades dispuestas en busca de la misma presa.
Esa noche se oía estridente el papel atascado y arrancado del rodillo de la máquina de escribir de cuando en cuando. Se sumaba el resoplido profundo y lento que salía de su diminuta nariz, como si saboreara también el aire helado. Pudo el crimen ser perfecto si el cuerpo, ese cuerpo rebosante, no le hubiese sido tan apetecible.
Sabía que no fue él sino yo quien lo había hecho. Él era mi único testigo. Debía mantenerlo controlado, intrigado hasta el último minuto del invierno en el que ambos pudiéramos salir y buscar cada uno su camino.
El fracaso fue de ambos.
Si me mataba pondría punto final a todo, saciaría su ego, sus pasiones. Sé que matarme era un pensamiento recurrente, sé que lo meditada mientras caminaba en círculo rodeando el escritorio, pero no podía, a mí no podía matarme. Nuestra veneración mutua lo impedía. La cacería fue el pacto sagrado de ambos. Debíamos huir uno del otro pero jamás cargar con la culpa de nuestras muertes.
Hojas rasgadas y sin una letra caían al piso, pronto se hacían parte del rojo decorado de la habitación.
Solamente tenía que esperar y no lo hizo. Quiso sobreponer su razón a mi destreza y astucia, tal vez pensó que mi distancia era cobardía, y no el paso preciso para una buena actuación. Se detuvo demasiado tiempo a pensar en que yo atacaría primero para tomar ventaja. La codicia lo desvió del propósito, se adelantó y atacó con torpeza. La emoción por culminar la tarea acabó por procurar un derrame innecesario. Me toca ahora poner orden, apoderarme del cuerpo, protegerlo, lamerlo hasta limpiar cada gota mal habida, mientras él hace que escribe y yo hago que duermo.
El maldito gato debió quedarse parado en la ventana y jamás sentarse sobre el cojín del perro. 

 Vanessa Márquez

domingo, 14 de noviembre de 2010

Un adentro —ejercicio poético—

Y sí
anhelo meterme en cajas
vaciarme en adioses
y no ser
más aquí

Ser un donde
imprecisable
brumoso
en fuga

Un recuerdo
o ni eso.


FC/2010

jueves, 11 de noviembre de 2010

Revertir a Le Carré sin morir en el intento —ejercicio inconcluso—

—¡El gato se sentó en su cojín! —exclamó Martha sorprendida, dirigiéndose a su esposo, sumergido en su lectura dominical.
—Hacía tiempo que no se sentaba en su cojín —continuó la mujer intentando captar la atención de su esposo, que no parecía oír lo que ella le refería...
Hacía días que el felino venía dando muestras de una inquietud más notable de lo habitual; maullaba de pronto y comenzaba a dar vueltas alrededor de las sillas y se negaba a tomar alimento.
El cojín que mencionaba Martha estaba situado en una esquina de la sala de estar, justo entre el librero y la mesita ovalada en donde, milimétricamente ordenados, la mujer exhibía su colección de recuerditos de primeras comuniones, bautizos y demás ceremonias religiosas con las cuales solía llenar sus fines de semanas, en los cuales estaba sola, pues al regresar a su casa no había nadie a quien contar los detalles de tales eventos.
Ese fin de semana, sin embargo, Humberto, su esposo, no había salido bien temprano y sin desayunar como era su hábito , sino que leía el periódico en el sofá y miraba su reloj de tanto en tanto, reparando poco en la inquietud que ella mostraba ante la mascota que volvía a su lugar de descanso favorito...

Georgina Uzcátegui

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Disparador potencial (1)

«“El gato se sentó en su cojín” nunca será el principio de una buena historia; pero “el gato se sentó en el cojín del perro” sí lo es».

John Le Carré

martes, 9 de noviembre de 2010

Infierno —ejercicio narrativo con voz femenina— (fragmento)

[…] Luego vendría este día. Un día idéntico a los demás. Un día con una mínima variante. Un día de semana en la casa. Un día que amanecí con un leve dolor de cabeza y un desánimo que me inmovilizó. Un día donde despedí a todos. Un día una mañana en que me tocó escuchar el motor del carro. El sonido de los cauchos en la rampa de bajada del estacionamiento. Todos se habían marchado y ahora me quedaba sola. Sola en mi cocina. Sola con un vaso de agua al frente. Un vaso de agua sobre la mesa de la cocina. Un vaso de agua que no me atrevía a probar a pesar de que me había sentado para tomarme un vaso de agua. Pero entonces no esperaba que esto me ocurriera. Me había olvidado por completo de él. Y me quedé sola en silencio. Un silencio parecido o igual al que no acudí a tiempo en aquella fiesta. Un silencio que ahora interpretaba como un vacío. Un vacío que despertaba mientras estaba inmóvil, frente al agua ya inmóvil. Un silencio que me dejaba escucharme. Un silencio donde aparecía de nuevo mi voz. Mi voz. Había olvidado mi voz. Y el silencio me la devolvía. Y el vaso de agua. Y la quietud. El infierno. Tenía miedo de esta certeza. Hacía tiempo se me había cruzado la idea por la cabeza. El infierno. Ese infierno tan temido. Ese infierno tan evadido. Ese infierno tan despreciado. Ese infierno que ahora comprendía en su exacta medida, porque era, en ese momento, en ese justo momento, mi vida. Mi vida vista en retrospectiva. La cobardía de mi inmovilidad o la resignación de mi inercia. Mi vida. Mi vida era, por ese exacto segundo, por ese segundo perpetuado en una especie de eternidad que rajaba la línea del tiempo, ese segundo que instalaba en mi vida la certidumbre del sitio que yo ocupaba en todo esto. Ese segundo de lucidez. Ese segundo de resplandor. Un resplandor que me encegueció por un instante y en esa ceguera, en ese segundo de ceguera, pude ver y entender todo. Desde el dolor. Entendí todo desde el dolor. El dolor en los ojos. Un dolor que se extendía a todo el cuerpo e incluso a esas partes de mí que no eran corpóreas. Esas zonas que me pasé media vida ignorando o negando o evadiendo o evitando. A veces tienen que sacarnos los ojos para que podamos ver. Así es la vida. Así sentí que era la vida por un segundo. La vida era algo muy duro. La vida es algo que nos ocurre mientras estamos ocupados en otras cosas. Y tuve, luego, un segundo luego, quizá menos, el exalto de querer llorar. Pero no lo hice. El mundo se me desmoronaba pero sin embargo tuve la entereza de no llorar. Y luego lo pensé. Pensé: tuve la entereza de no llorar. Y luego pensé otra vez: tuve la ingenuidad de creer que tuve la entereza de no llorar. Y entendí, súbitamente, que no desperté del todo. Que no llorar fue no despertar. Que tuve una pesadilla que pasó antes de que pudiera despertar. Que otra vez, esta vez, dejé ir el momento de despertar. Y me di cuenta de que seguía sentada frente al vaso de agua que no había bebido. Y pensé que era absurdo estar así. Y pensé que no tenía sentido estar sentada frente a la mesa con un vaso de agua que no bebía. Y cogí el vaso y me bebí el agua. Y me puse a pensar qué más debía hacer ahora. Me puse a pensar que debía encender la radio. La radio en una emisora informativa. Y que debía abrir las ventanas, porque el día apenas comenzaba y yo estaba sola en casa y podía aprovechar el día para la casa. […]


Fabián Coelho
2009

sábado, 6 de noviembre de 2010

Ejercicio poético uno —a cuatro manos—


(Es más, puede llamarse así: «texto sin género»/ o transgenérico/ un texto con bótox, silicón, tacones y un largo y fláccido falo amarrado entre las nalgas/ jajajajajaja…)

El agua hierve, desde temprano está puesta en la cocina/ No hay una sola luciérnaga alrededor/ millones de burbujas estallan una tras otra/ la casa está iluminada, las ventanas abiertas, corre la brisa/ pero no hay una sola luciérnaga a mi alrededor/ el humo se cuela por todo el espacio, el olor a ramas esperando ser bebidas comienza a penetrarlo todo/ me joden los días así: tibios, replegados y prosaicos, exageradamente prosaicos/ un sorbo nada más y toda la angustia que regurgita allá dentro se detendrá/ pareciera que hasta la mierda se pudiera masticar, la mierda entre los dientes, la mierda pastosa pegada al paladar/ un sorbo después de horas y horas sobre una llama de insistente azul/ Todos están aquí, alguien entra y sale vigilante de esta conversación/ otros intentan ahogarse en medio de un sueño frenético ansiado todo el día/ Los libros también tienen polvo, esa capa que nos cubre de tiempo/ No me gustan los días así, donde pareciera que todo cabe, donde pareciera que nada sobra/ hierve, y el calor se concentra, el olor se hace fuerte, la llama quema y sigo esperando el sorbo de vida de un montón de hojas secas/ [Los días interminables en la casa sin luciérnagas]/ Llueve, llueve más adentro que afuera/ una sola: una luciérnaga que ponga una coma, un punto y aparte en la rutina, que divida abruptamente una sentencia gris, plana, repetida hasta la saciedad/ las luciérnagas se esconden con la lluvia, las mariposas buscan refugio en los bombillos viejos, de la casa vieja/ no hay puntos y aparte, la continuidad nos sobrepasa/ Huele la vida seca de las hojas/ Hay piedras que parecen luciérnagas/ huele a la muerte lentísima de mi cansancio/ se las ve entre los ríos, con un encendido resplandor en el lomo jugando al obstáculo, a la detención/ es imposible que sigas viendo el mundo sin salir siquiera a la ventana/ ¿beberás también?

Vanessa Márquez/ Fabián Coelho
Mérida/ San Antonio de Los Altos